domingo, 10 de abril de 2016

La invitación (Karyn Kusama, 2015)


En tu fiesta me colé


Hay algo en La invitación que produce incomodidad y es, precisamente, que los propios actores están en una fiesta a la que parece que no tenían muchas ganas de acudir. Y aunque fuercen la situación con alguna que otra sonrisa y buenas palabras, sus gestos torcidos, sus miradas y, sobre todo, sus silencios, convierten a esta cena de reunión en un reencuentro que parece no tener fin y en el que estás esperando que alguno de los asistentes se levante y diga: "Vámonos de aquí, joder. Esto es insoportable". Y cuando eso sucede, tampoco ocurre nada. Ellos siguen ahí, con sus sonrisas forzadas, sus buenas palabras y soltando su galería de gestos torcidos, miradas y silencios.

Karyn Kusama (Jennifer's Body) se une con esta película de aires independientes y reducido presupuesto a la lista de mujeres cineastas que han optado por hacer que el personal lo pase regular como Ana Lily Amirpour (Una chica vuelve a casa sola de noche, 2014) o Jennifer Kent (Babadook, 2014). Y lo hace poniendo a prueba la paciencia del espectador, estirando la tensión como si fuese un chicle hasta que no da más de sí. Y, claro, al final se rompe. Su primera escena, además de presentar a una de las parejas protagonistas, es ya toda una declaración de intenciones. La muy canalla parece estar diciéndote: "Así vamos a estar un buen rato" y su ejercicio de estilo la llevó a ganar el premio a mejor película en el Festival de Sitges de 2015.

Un grupo de amigos decide reunirse tras dos años sin verse, después de que un doloroso suceso diese un giro radical a sus vidas. La cena tiene lugar en la lujosa casa de Eden, una mujer torturada por el pasado que ha vuelto a recuperar la sonrisa y a ella acude, entre otros, Will, el que fuese su marido.

Logan Marshall-Green, Emayatzy Corinealdi o Michelle Krusiec, son alguno de los invitados a la incómoda fiesta que organizan Michiel Huisman (David) y Tammy Blanchard (Eden).

Todo lo que ocurre desde que se nos presenta ese salón hasta el final -que no voy a decir que no sea previsible- es un más que notable ejercicio que logra su cometido. Provocar desasosiego y elevar la tensión hasta hacerla estallar por completo. Y lo hace a través de su fotografía, de unos personajes que transmiten incomodidad y de unos parones en los que suena música que elevan la cinta a momentos hipnóticos. 

Algo extraño pasa y lo sabemos, o al menos, lo intuímos, pero Kusama se lo guarda todo para la recta final. Mientras tanto, sienta a los invitados a la mesa para que hablen y reflexionen sobre el dolor y la pérdida, sobre un pasado tortuoso y la posibilidad de borrarlo de un plumazo, sobre lo inevitable de tener que vivir con la pena a cuestas y la extraña necesidad de aferrarse a lo primero que pasa por delante y nos engañe diciendo que es posible terminar con esa losa. Todo dentro de un espacio reducido donde los movimientos de cámara juegan un importante papel, con la teatralidad de títulos referenciales como La soga (Alfred Hitchcock, 1948) y con el ritmo necesario para provocar una explosión violenta que llega cuando tiene que llegar. Cuando ni los invitados ni el espectador puede aguantar un minuto más esa atmósfera cortante. 

¿Y el plano final? Ay, el plano final.

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