viernes, 8 de abril de 2016

The Ardennes (Robin Pront, 2015)


Neo-noir a ritmo de hardcore


La evolución de los códigos del cine negro ha dado paso a nuevas formas de contar oscuras historias que van desde el apego a lo más clásico al pastiche de géneros más alocado que suele dar resultados satisfactorios. Apuestas que pasan por el filtro de Quentin Tarantino o los hermanos Coen -más empeñados en darle una vuelta de tuerca a los cánones clásicos y empapados de fiebre cinéfila- al brutal esteticismo de cintas como la celebrada Drive (Nicolas Winding Refn, 2011). Robin Pront, que llega del mundo del cortometraje, se adentra en todos los terrenos posibles para su debut en el largo. Porque The Ardennes tiene mucho de otros géneros, se mira en las fórmulas de Tarantino o los Coen, y su estética está cuidada hasta el último detalle, apoyada en una fotografía maravillosa. Un noir para el nuevo siglo que transita lentamente por el drama familiar hasta explotar en un thriller violento tan bien contado como impactante.

Tras un atraco que no sale bien, Dave se ve obligado a huir dejando atrás a su hermano Kenny quien, empeñado en no colaborar con la justicia, será sentenciado a cuatro años de cárcel. Una vez fuera, Kenny querrá volver a recuperar su vida, pero tras sus años en prisión las cosas han cambiado. Dave ha dejado el alcohol y ha enderezado su camino trabajando en un lavadero de coches. Por algo se empieza. Su novia Sylvie se ha desenganchado de las drogas, sueña con una vida de rutina y no quiere volver a saber nada de Kenny, a quien culpa por todos sus errores. Y hay algo más, claro. Dave y Sylvie son ahora pareja y deben decidir cuando es el momento correcto para contárselo a Kenny.



El tema del asalto fallido y posterior encarcelamiento de uno de los hermanos se despacha en un par de minutos para dar pie al desarrollo de los personajes, la parte más importante y mejor lograda de la película. Una elipsis que nos sitúa en el momento en el que Kenny sale de la cárcel y vuelve a su antigua vida y que está tan bien montada que es el pilar básico para llevar a buen puerto el tramo final. Principalmente por el tratamiento de los personajes en sí. Lentamente, sin alardes y tomándose el tiempo necesario, Pront va contando en lo que se han convertido Dave y Sylvie durante los cuatro años que Kenny ha pasado en prisión. La baza está en que sabe lo que tiene que darnos. Por una parte nosotros tenemos algo más de información que uno de los protagonistas. Por otra, recibimos únicamente lo necesario de todos ellos. Lo que eran, lo que son y lo que quieren ser. Sabemos que eran unos delincuentes drogadictos, que son unos tipos de vuelta de todo, unos gañanes que se mueven a ritmo de bakalao y que quieren una vida banal y rutinaria sin más problemas -en el caso de Dave y Sylvie- y recuperar el tiempo perdido, en el caso de Kenny. Es esa mezcla de pasado, presente y futuro en los protagonistas lo que nos mantiene en tensión durante el metraje porque, en realidad, no hemos visto nada más allá de unas vidas de mierda intentando ser reconducidas y un puñado de frases para ir sustentando la primera hora. Pero no sabemos cómo van a reaccionar cuando todo se tuerce. Es, verdaderamente, una de las claves de la película. 

Un giro en los acontecimientos provoca la vuelta al refugio de la infancia, a ese paraje de Las Ardenas que lleva a la película a moverse entre lo mejor de Fargo y algún que otro guiño a Pulp Fiction, pero desencadenándose dentro de su propia personalidad todo lo que venía guardando. Y ahí, la tensión se hace mayor y la violencia brota con toda su fuerza. Y cuando estamos al borde de la desesperación, la película llega a su giro final, que nos pilla desprevenidos. Y es tan impactante y tan brutal que ha convertido a una pequeña película en un sólido y bien ensamblado thriller. Neo-noir sobre perdedores al límite para apuntar a Robin Pront en la libreta de directores a seguir.

 

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