Cuando el western va más allá
No es fácil desprender un aroma a Howard Hawks, John Ford o, incluso, a Quentin Tarantino sin caer en la copia miserable. No es fácil dejar un poso al clasicismo más exacerbado manteniendo una personalidad propia y arrolladora. A Bone Tomahawk no le pesa nada llevar los códigos del western sobre los hombros para explotarlos, reformularlos y traspasarlos para mezclarlos con otros géneros. Lo que a priori puede ser una idea suicida termina conformando una obra a la que no muchos se acercarán pero que, indudablemente, obtendrá el título de película de culto por méritos propios. Tan exquisita como bien desarrollada, S. Craig Zahler invita a un viaje que exprime el western crepuscular en su trayecto y que deriva en un punto final de terror y gore. Casi nada.
La trama de la película vive anclada en su primer tramo en los códigos del western más clásico, con esos ecos a los grandes títulos del género como Centauros del Desierto (John Ford, 1956), Río Bravo (Howard Hawks, 1959) o Sin Perdón (Clint Eastwood, 1992), preparando al respetable para un giro que puede intuirse pero que uno no se espera tan crudo y brutal.
Todo arranca con la llegada al tranquilo pueblo de Bright Hope de un sospechoso forastero. Tras un intento para que deponga su actitud, el sheriff del lugar se ve obligado a disparar y llevarse al extraño a la cárcel. Allí, solicitará los servicios de una doctora para cuidarlo, pero todo se torcerá durante la noche. Al día siguiente, el sheriff y su ayudante descubren que la mujer, el forastero y uno de los hombres encargados de vigilarlos han desaparecido y se deciden a ir en su búsqueda.
Una de las muchas virtudes de Bone Tomahawk es el cuidado y tratamiento de todos y cada uno de los personajes. Se toma su tiempo dentro de un generoso metraje para presentarlos y hacer que el espectador se haga con ellos. Desde su puesta en escena hasta su larga y lenta travesía, Zahler consigue algo muy difícil: que no quitemos los ojos de la pantalla aunque no esté ocurriendo absolutamente nada.
El sheriff es interpretado por un Kurt Russell al que ya vimos con la estrella en aquella Tombstone (George Pan Cosmatos, 1993), un hombre que va de vuelta de todo y un papel que le viene como anillo al dedo a un actor en una espléndida madurez que llega de participar en otro de los westerns del año, The Hateful Eight, de la mano de Quentin Tarantino. Junto a él un Richard Jenkins que se mete en la piel de un entrañable Chicory, un papel muy en la línea del mítico Walter Brennan (Río Rojo, Río Bravo o Pasión de los Fuertes), el ayudante del sheriff, leal y obediente y que deja los diálogos más frescos, también muy empapados de las últimas dos cintas de Tarantino. Completan la función Patrick Wilson como el marido de la doctora, interpretada por Lili Simmons, lisiado pero empeñado en rescatar a su mujer, y Matthew Fox (el Jack Shepard de Perdidos) como el pistolero vanidoso y soberbio. Junto a ellos vemos pasar a un jugoso elenco de secundarios que van desde Sean Young -Rachel en Blade Runner (Ridley Scott, 1982)- a Sid Haig -el capitán Spaulding de las cintas de Rob Zombie- o James Tolkan -el profesor Strickland de Regreso al Futuro (Robert Zemeckis, 1982)-.
Los cuatro protagonistas emprenden un largo viaje de rescate temerosos de lo que van a encontrarse. Un trayecto lento, contemplativo, que huele a polvo y a cortas noches de descanso al calor del fuego. Western en estado puro que sirve para completar a unos personajes únicos, sus miedos, sus conflictos y, finalmente, el nacimiento del respeto y la camaradería. Todo ello a lo largo de una preciosista hora y media de sabor clásico que lleva a los cuatro jinetes a una recta final tan sorprendente como perfectamente ensamblada en el conjunto aún a pesar de su extravagancia.
No hay nada que chirríe en una "película del oeste" que avanza con una tranquilidad pasmosa a un enfrentamiento final contra una tribu de indios antropófagos que huelen a Las Colinas Tienen Ojos (Wes Craven, 1977) y que contienen todos los ingredientes para un festival sangriento muy cercano al descubrimiento de aquel grupo de jóvenes en el explotation Holocausto Caníbal (Ruggero Deodato, 1980).
S. Craig Zahler dota a su película de identidad, de aquella épica añeja que transmitía el cine del Viejo Oeste y echa el resto en su arriesgada apuesta construyendo una historia tan macabra y gamberra como cómica y sensible. Acercarse a Bone Tomahawk y a su dechado de virtudes es casi una obligación tan placentera como sorprendente.
La trama de la película vive anclada en su primer tramo en los códigos del western más clásico, con esos ecos a los grandes títulos del género como Centauros del Desierto (John Ford, 1956), Río Bravo (Howard Hawks, 1959) o Sin Perdón (Clint Eastwood, 1992), preparando al respetable para un giro que puede intuirse pero que uno no se espera tan crudo y brutal.
Todo arranca con la llegada al tranquilo pueblo de Bright Hope de un sospechoso forastero. Tras un intento para que deponga su actitud, el sheriff del lugar se ve obligado a disparar y llevarse al extraño a la cárcel. Allí, solicitará los servicios de una doctora para cuidarlo, pero todo se torcerá durante la noche. Al día siguiente, el sheriff y su ayudante descubren que la mujer, el forastero y uno de los hombres encargados de vigilarlos han desaparecido y se deciden a ir en su búsqueda.
Una de las muchas virtudes de Bone Tomahawk es el cuidado y tratamiento de todos y cada uno de los personajes. Se toma su tiempo dentro de un generoso metraje para presentarlos y hacer que el espectador se haga con ellos. Desde su puesta en escena hasta su larga y lenta travesía, Zahler consigue algo muy difícil: que no quitemos los ojos de la pantalla aunque no esté ocurriendo absolutamente nada.
El sheriff es interpretado por un Kurt Russell al que ya vimos con la estrella en aquella Tombstone (George Pan Cosmatos, 1993), un hombre que va de vuelta de todo y un papel que le viene como anillo al dedo a un actor en una espléndida madurez que llega de participar en otro de los westerns del año, The Hateful Eight, de la mano de Quentin Tarantino. Junto a él un Richard Jenkins que se mete en la piel de un entrañable Chicory, un papel muy en la línea del mítico Walter Brennan (Río Rojo, Río Bravo o Pasión de los Fuertes), el ayudante del sheriff, leal y obediente y que deja los diálogos más frescos, también muy empapados de las últimas dos cintas de Tarantino. Completan la función Patrick Wilson como el marido de la doctora, interpretada por Lili Simmons, lisiado pero empeñado en rescatar a su mujer, y Matthew Fox (el Jack Shepard de Perdidos) como el pistolero vanidoso y soberbio. Junto a ellos vemos pasar a un jugoso elenco de secundarios que van desde Sean Young -Rachel en Blade Runner (Ridley Scott, 1982)- a Sid Haig -el capitán Spaulding de las cintas de Rob Zombie- o James Tolkan -el profesor Strickland de Regreso al Futuro (Robert Zemeckis, 1982)-.
Los cuatro protagonistas emprenden un largo viaje de rescate temerosos de lo que van a encontrarse. Un trayecto lento, contemplativo, que huele a polvo y a cortas noches de descanso al calor del fuego. Western en estado puro que sirve para completar a unos personajes únicos, sus miedos, sus conflictos y, finalmente, el nacimiento del respeto y la camaradería. Todo ello a lo largo de una preciosista hora y media de sabor clásico que lleva a los cuatro jinetes a una recta final tan sorprendente como perfectamente ensamblada en el conjunto aún a pesar de su extravagancia.
No hay nada que chirríe en una "película del oeste" que avanza con una tranquilidad pasmosa a un enfrentamiento final contra una tribu de indios antropófagos que huelen a Las Colinas Tienen Ojos (Wes Craven, 1977) y que contienen todos los ingredientes para un festival sangriento muy cercano al descubrimiento de aquel grupo de jóvenes en el explotation Holocausto Caníbal (Ruggero Deodato, 1980).
S. Craig Zahler dota a su película de identidad, de aquella épica añeja que transmitía el cine del Viejo Oeste y echa el resto en su arriesgada apuesta construyendo una historia tan macabra y gamberra como cómica y sensible. Acercarse a Bone Tomahawk y a su dechado de virtudes es casi una obligación tan placentera como sorprendente.
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