La
agente del FBI Kate Macer (Emily Blunt) es reclutada por un equipo de
élite del Gobierno entrenado en la lucha contra el narcotráfico.
Dirigido por Matt Graver (Josh Brolin) y el misterioso Alejandro
(Benicio Del Toro), el comando emprende una misión en la zona fronteriza
entre Estados Unidos y México con la intención de asestar un duro golpe
a uno de los carteles más peligrosos de la droga.
La historia que nos propone Sicario puede que nos remita a otras tantas películas sobre narcotráfico, conspiraciones bien organizadas y dilemas morales. Lo que ocurre es que el director canadiense Denis Villeneuve -que ya firmó la recomendable Incendies- se mueve entre el hiperrealismo que concede a una acción muy bien dirigida y la exposición del brutal mundo de los carteles en un modo muy similar a como lo hacía Traffic para lograr dos horas que no dejan respiro y en la que el equilibrio del metraje nos hace sentir que estamos viendo algo nuevo.
La escena
de apertura es tan perfecta como demoledora, una carta de presentación
de la brutalidad del contexto en el que se moverán los personajes. Como
Villeneuve sabe perfectamente lo que quiere, va directo al grano. Los
protagonistas se nos presentan enseguida, con un par de pinceladas para
ir llenándolos conforme avanza la trama. Una agente novata e idealista
(Emily Blunt), dispuesta a terminar con los narcos, un jefe que está de
vuelta de todo (Josh Brolin), y un asesor tan enigmático como peligroso
(Benicio Del Toro). Su objetivo parece estar claro desde un principio y
el conflicto de sus tres cabezas protagonistas prevalecerá sobre un buen
puñado de escenas de acción que se quedan grabadas en la retina, como
ese paso en coche a través de la frontera.
La
ejecución se mueve entre el virtuosismo técnico -donde tiene gran parte
de culpa la fotografía de Roger Deakins-, el tratamiento tenso y crudo
de los escenarios donde predominan las tomas aéreas y la simbología
marcada en los pequeños detalles que el director va colocando por el
camino para no tener que entretenerse en largas divagaciones sobre la
jerarquía de un imperio tan sangriento y estructurado como el de los
carteles -las pulseras o los cuerpos decapitados colgando de un puente-.
De ese modo, dentro de la complejidad todo es más sencillo. En un marco
asfixiante, las piezas de la película se mueven en un mundo donde
palabras como legalidad, moral o justicia no parecen tener ningún
sentido. Un fresco realista y brutal -enmarcado entre escenarios que
cortan la respiración como esa anárquica Ciudad Juárez- que se desarrolla a la perfección hasta su demoledor final.
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