jueves, 10 de marzo de 2016

Jurassic World (Colin Trevorrow, 2015)


Tomadura de pelo jurásica


Imposible no mirar atrás y recordar el impacto que supuso a todos los niveles la llegada a los cines de aquel Parque Jurásico de Steven Spielberg. Solo ese mosquito atrapado en ámbar ya hacía volar la imaginación. La maravillosa idea, perpetrada por Michael Crichton, de que todo aquello fuese verdad y que el ser humano pudiese resucitar a los dinosaurios ya ponía los pelos de punta. El resto era cosa de la magia del cine y, a decir verdad, Parque Jurásico tenía un alma y un punto tan real que solo al recordarla y ver lo que ha venido después, lo primero que se siente es nostalgia. Luego ya viene la decepción y la sensación de que llevan mucho tiempo tomándonos el pelo. 

Quizá el único aliciente con el que contaba para acercarme a Jurassic World era ver convertido en realidad el parque que tenía en mente el doctor Hammond. La ignorante creencia de que la película colmase mínimamente las expectativas generadas -un proyecto anunciado a bombo y platillo y retrasado varias veces- también pululaba por el ambiente, pero eso es algo a lo que siempre nos agarramos. De hecho, nada podía ser peor que aquel Parque Jurásico III (Joe Johnston, 2001) que a su vez venía precedida de El Mundo Perdido: Jurassic Park (1997), donde por lo menos se notaba el pulso narrativo de Spielberg.  

Jurassic World se sitúa 22 años después de los hechos que se nos cuentan en Parque Jurásico. La isla Nublar es una realidad y se ha convertido en un gigantesco parque temático donde el público puede disfrutar de alguna de las especies de dinosaurios más famosas. Como ocurriese antaño, cuando todo parece ir bien algo se tuerce y comienza el caos. Ahora, eso si, con más de 20.000 personas -más trabajadores, supongo, bien pagados- dentro del grandioso parque.  

La concepción de esta resurrección de la saga no supone más que un refrito de la original, un guión tan estúpido como increíble y unos personajes que van más allá del estereotipo y que se vuelven tan insufribles que uno desea que acaben como comida de las atracciones de Nublar.  
Dicho esto, solo queda disfrutar de los efectos visuales que, si bien son magníficos, faltaría más, tienen un punto de exceso en cuanto a su intento de reformulación. Donde antes se veía una documentación y un trabajo que llevaban a mostrar unos dinosaurios lo más fieles posible, ahora se guardan un par de viejos conocidos -caso de los velociraptores y el T-Rex- y nos muestran un parque donde la modificación genética da lugar a especies como el Indominus Rex, el gran protagonista de la función, tan artificial como carente de interés. Además, en esta ocasión nos dejan ver que el hombre es capaz de domesticar a estos fieros animales y también, porque no, utilizarlos a su favor como armas de guerra. 

Es casi imposible no esbozar una sonrisa cuando se escuchan las notas de la partitura de John Williams o cuando notamos algún pequeño guiño a la película original. El resto es un espectáculo tan vacío como poco interesante, en el que un encantador de velociraptores se pasa de listo, dos hermanos hacen que nos hierva la sangre, y una mujer con algún tipo de carencia afectiva es más rápida con zapatos de tacón de aguja que un Tyrannosaurus Rex. Un metraje excesivo para una película carente de alma donde Colin Trevorrow hace lo que puede -Spielberg ya se dedica a la tarea de productor ejecutivo- y donde creen que pueden rizar el rizo con una titánica pelea final de vergüenza ajena.  

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