domingo, 7 de febrero de 2016

Anticrónica de los Goya 2016


Uno siempre piensa que si. Que esta vez si. Que la gala de los Goya -la que se supone la fiesta del cine español- va a terminar siendo un espectáculo sobrio, con ritmo y con una realización que supere el notable. A la altura de las circunstancias, vamos. Pero al final siempre es no. El espectáculo acaba siendo bochornoso, no se conoce el sentido del ritmo y la realización roza el ridículo año tras año. 

Uno tiene que empezar a degustar estas ceremonias desde el principio. Desde esa alfombra roja -que antes era verde- donde la gente guapa luce palmito y un buen puñado de cotorras, al otro lado del photocall, critican vestidos, peinados y complementos varios.  
Por allí, es cierto, pasan los protagonistas en ocasiones elegantes y en ocasiones mereciendo un palo en las costillas, como ese Óscar Jaenada marcándose con su estilismo un homenaje a esa gran serie en la que participó y de la que pedimos a gritos una segunda temporada. Y una tercera, si es necesario. 

La cosa no comenzó demasiado bien. La conexión previa a la alfombra roja fue un despropósito mayúsculo, con rebobinados, cortes y donde el respetable escuchaba todos y cada uno de los comentarios de cámaras y presentadores. Por allí pasó -cuando La 1 conectó ya en diferido con todo grabado- el presentador Dani Rovira para advertirnos que el comienzo de la gala de este año iban a ser unos 8 espectaculares minutos. La madre que me parió. 

Desconozco qué es lo que entiende Dani Rovira por espectacular. Pero imagino que no será empezar la gala -una vez más- con un intento de emular a Hollywood con un número musical de lo más ridículo y con un tufo a naftalina que para qué. Una mezcla entre la cutrez de Telepasión y la caspa de un programa de José Luis Moreno. El tema no invitaba al optimismo, precisamente.  

Dani Rovira durante el número musical que abrió la gala (foto: elpais.com)


A partir de un deleznable número musical con coreografías propias de una función de colegio, todo debería ir a mejor. Pero no, en lo negativo, los Goya son capaces de superarse a sí mismos.
Otro monólogo insulso y sin gracia del maestro de ceremonias, con chistes para niños de cinco años y topicazos sin conocimiento y, por si fuera poco, con el primer fallo sonoro de la noche. Nada más comenzar su intervención, Dani Rovira se quedó sin sonido para alivio de muchos. 
Entre bromas que no cuajaban, comentarios políticos, planos a los aludidos a destiempo e intentos de levantar al personal que ya veía la que se le venía encima, Dani Rovira rizó el rizo. Por favor, alguien tiene que detener esto. Ya está bien lo de intentar hacer la broma con los protagonistas extranjeros con absurdeces paletas con el idioma de las estrellas de por medio. No tiene gracia.

Mientras Tim Robbins y Juliette Binoche lo flipaban en colores, se iban sucediendo los premios y el ritmo -si es que alguna vez lo hubo- ya había muerto para el resto de la noche. Quedaron en el inicio algunos momentos especialmente emotivos, con Daniel Guzmán como protagonista, pero volvió a quedar patente, una vez más, la falta de tacto de la Academia, algo que solo Ricardo Darín se molestó en señalar. 
Uno sube a recoger su premio, se acuerda primero de sus compañeros y después de los familiares y termina dedicándoselo al panadero. Es de ley. Hay que mantenerse con esto en un término medio. Pero lo que no es de recibo es que la Academia tenga la poca vergüenza de cortar a los premiados por lo sano subiendo la música, metiendo un vídeo o introduciendo una voz en off que anuncie otro premio. Particularmente bochornoso fue el corte del discurso de agradecimiento a Natalia de Molina, ganadora del premio a la mejor actriz protagonista. 

La gala transcurría entre bofetadas de sopor mientras la peña se olía el ninguneo a La novia (tan solo dos Goya de los doce a los que aspiraba) y entre más chistes sin gracia, el discurso de Antonio Resines en plan profesor cabreado, el merecido Goya de Honor a Mariano Ozores -96 películas, que se dice pronto- y el extraño In memoriam en homenaje a los fallecidos durante el año donde la gente aplaude a unos sí y a otros no. Para comer cerillas.

Cuando va llegando el final de otra aburridísima gala, se siente como una especie de alivio. Se es consciente del nivel de masoquismo que uno ha alcanzado cuando mira el reloj y cae en la cuenta que se ha chupado tres horas y media de una ceremonia que va de mal en peor. Ya ni siquiera funciona lo de meter una actuación entre medias para intentar levantar algo el vuelo. Si el año pasado Alex O'Dogherty invitó al suicidio colectivo con su actuación, esta vez le tocó el turno a Serrat. "¿Qué he hecho yo para merecer esto?", tuvo que preguntarse el cantautor. Su imagen, en mitad del escenario de una gala en decadencia, era lo más parecido para el que la veía desde fuera a los últimos días de un cantante de éxito currándose un bolo para jubilados en un hotel de Benidorm. Y con un sonido de mierda. 

Uno siempre piensa que si, pero al final siempre es no. Los Goya vuelven a sacar un insuficiente y toca currar para el año próximo. Aunque vaticinamos que tendremos otras tres largas horas insufribles para intentar no hacer justicia al panorama cinematográfico español. Ni el alcohol ayuda a sobrellevar esto.

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